Nunca hubiera imaginado terminar sus días en un hogar de ancianos: Es al atardecer de la vida cuando descubres la calidad de la educación que diste a tus hijos.
Antonio Méndez, padre de tres hijos, jamás pensó que acabaría sus días en una residencia. Solo al final del camino sabes si criaste bien a los tuyos.
Miraba por la ventana de su nuevo hogar una residencia en un pequeño pueblo castellano llamado Sigüenza y le costaba creer que la vida lo hubiera llevado allí. Afuera, la nieve caía en copos suaves, cubriendo las calles de un manto blanco, mientras que en su alma reinaba un frío desolador. Él, padre de tres hijos, nunca imaginó una vejez entre paredes ajenas. Antes, su vida estaba llena de luz: una casa acogedora en el centro, una esposa amorosa, Carmen, tres hijos maravillosos, risas y comodidad. Había sido ingeniero en una fábrica, tenía coche, un piso amplio y, sobre todo, una familia de la que enorgullecerse. Pero todo eso ahora le parecía un sueño lejano.
Antonio y Carmen criaron a un hijo, Javier, y dos hijas, Lucía y Marta. Su hogar rebosaba calidez, siempre lleno de vecinos, amigos y compañeros. Les dieron todo: educación, amor, fe en la bondad. Pero hacía diez años que Carmen se había ido, dejando a Antonio con una herida en el corazón que no sanaba. Esperó que sus hijos fueran su apoyo, pero el tiempo le demostró cuán equivocado estaba.
Con los años, Antonio se volvió prescindible para ellos. Javier, el mayor, se fue a trabajar a Argentina hacía una década. Allí se casó, formó una familia y se convirtió en un arquitecto reconocido. Una vez al año mandaba una carta, alguna visita, pero en los últimos años, las llamadas eran escasas. «El trabajo, papá, ya sabes», decía, y Antonio asentía, ocultando su tristeza.
Sus hijas vivían cerca, en Sigüenza, pero sus vidas las devoraban las prisas del día a día. Lucía tenía marido y dos niños, mientras que Marta estaba absorbida por su carrera. Llamaban una vez al mes, visitaban a veces, siempre con prisa: «Papá, perdónanos, estamos hasta arriba». Antonio observaba la calle, donde la gente volvía a casa con árboles y regalos. Era el 23 de diciembre. Mañana era Navidad, y también su cumpleaños. El primero que pasaría solo. Sin felicitaciones, sin cariño. «Ya no soy nadie», susurró cerrando los ojos.
Recordaba a Carmen decorando la casa en Navidad, las risas de los niños abriendo regalos. Su hogar entonces estaba lleno de vida. Ahora, el silencio pesaba y su corazón se encogía de nostalgia. «¿En qué fallé? Carmen y yo lo dimos todo por ellos, y ahora estoy aquí, como un equipaje olvidado».
Por la mañana, la residencia se animó. Hijos y nietos llegaban a buscar a sus mayores, llevando dulces, compartiendo risas. Antonio, sentado en su habitación, miraba una vieja foto familiar. De pronto, llamaron a la puerta. Se sobresaltó. «¡Adelante!», dijo, incrédulo.
«¡Feliz Navidad, papá! ¡Y feliz cumpleaños!», resonó una voz que le hizo saltar las lágrimas.
En la puerta estaba Javier. Alto, con canas en las sienes, pero con la misma sonrisa de niño. Se abalanzó hacia su padre y lo abrazó. Antonio no daba crédito. Las lágrimas brotaban, las palabras se atascaban en su garganta.
«Javier ¿Eres tú de verdad?», susurró, temiendo un espejismo.
«Claro, papá. Llegué ayer, quería darte la sorpresa», respondió su hijo, sujetándole los hombros. «¿Por qué no me dijiste que tus hermanas te metieron aquí? Yo te mandaba dinero todos los meses, una buena cantidad. ¡Ellas no me dijeron nada!».
Antonio bajó la mirada. No quería quejarse, ni sembrar discordia. Pero Javier fue firme.
«Papá, haz las maletas. Esta noche tomamos el tren. Te llevo conmigo. Nos quedaremos en casa de los suegros mientras arreglamos los papeles. ¡Vendrás a Argentina conmigo! Viviremos juntos».
«¿A Argentina, hijo?», balbuceó Antonio. «Soy demasiado viejo».
«No eres viejo, papá. Mi Paula es una mujer maravillosa, lo sabe todo y te espera. ¡Y nuestra hija, Valentina, sueña con conocer a su abuelo!». Javier hablaba con tanta seguridad que Antonio empezó a creerlo.
«Javier No me lo merezco», murmuró el anciano, secándose las lágrimas.
«Basta, papá. No mereces esta vejez. Prepárate, volvemos a casa».
Los residentes cuchicheaban: «¡Qué hijo tiene este Méndez! ¡Un hombre de verdad!». Javier ayudó a su padre a recoger sus pocas pertenencias y esa misma noche partieron. En Argentina, Antonio comenzó una nueva vida. Entre seres queridos, bajo un sol acogedor, volvió a sentirse útil.
Dicen que hay que llegar a la vejez para saber si criaste bien a tus hijos. Antonio entendió que su hijo se había convertido en el hombre que soñó que sería. Y ese fue el mejor regalo de su vida.